domingo, 29 de agosto de 2010

Capítulo 4

Y aquí sí, al fin, entro en escena.
No voy a narrar mi llegada a la casa de James, prefiero contar todo desde su ingreso a la misma. Estaba yo acariciando a San Patricio mientras éste tomaba su leche de una palangana que yo le había proporcionado. A mis pies descansaba, inconsciente, Gustavo Alderette, sus ropas despedazadas, rasguños, sangre y cierta expresión de pavura en el rostro. En esos instantes, un ruido en la puerta me alertó de un posible intruso. Encadené a San Patricio, agarré un palo de amasar y me abalancé decidido a recibir al fisgón. Muy precavido el hombre no hacía ningún ruido, lo vi de casualidad, oculto entre la pileta Pelopincho y el tobogán que James utiliza para su esparcimiento. Cuerpo a tierra me fui acercando, hasta comprobar que sus rasgos me eran desconocidos: barba y una gran cabellera rubia. No esperé más, y, aprovechando su primer distracción, lo ataqué. Palazo al medio de la cabeza y un grito de espanto un segundo antes de la colisión palo de amasar-cerebro: "¡Fabio, soy yo!"
Quince minutos después me encontraba yo acariciando a San Patricio mientras éste tomaba su leche de una palangana. Y a mis pies, inconscientes, Gustavo Alderette, rasguños, sangre; James, chichón, chichón sobre chichón, hielo. Ambos, cierta expresión de pavura en sus rostros.
Minutos tediosos los que pasé, debo reconocerlo, nunca había tenido compañeros tan aburridos. Me entretuve observando a San Patricio, sus caninos desmesurados, la muela carnicera en forma de cresta, sus ojos vandálicos y esas ladinas uñas retráctiles que se asomaban de vez en cuando, como si estuvieran predispuestas a atacarme. Por suerte me conocía, es decir, ya había probado mi carne y la había calificado de purulenta. Él era así, probaba todo, no se dejaba llevar por la vista como jueza del paladar.
James se despertó a los gritos:

-¡Soy yo! ¡Soy yo! No golpees, soy yo, soy yo.
-Tranquilo James, ya pasó todo –aplaqué los ánimos.
-Era un palo gigante, enorme, un palo malo.
-Tranquilo, no pasó nada.
-Me hizo pupa, acá, en la cabecita.
-¿Acá? Bueno, te hago mimitos, ¿así te gustan?
-Sí, sí, así está bien. ¿Y este tipo quién es?
-Gustavo Alderette, o al menos eso me dijo antes de desmayarse.

Y como si el pronunciarlo hubiera actuado como una poción mágica de reanimamiento, Gustavo Alderette despertó, a los gritos también:

-¡Un tigre! ¡Un tigre!
-Tranquilo, señor, ya pasó todo –le dije.
-¡Un tigre! ¡Un tigre enorme!
-Tranquilo, no pasó nada –volví a repetir.
-Me hizo mierda, acá, y acá, y allá, y ahí atrás.
-Bueno, bueno, tranquilo, le hago mimitos, pero usted quédese quieto.
-¿Y usted quién es?

Fue James el que contestó.

-Es un amigo mío, señor Alderette. Está en buenas manos.
-¿Y a usted quién mierda lo conoce?
-Soy Dong.
-¿Es qué?
-Dong, Dong.
-¿Tiene vocación de campana?
-Dong, James Dong.
-Eh... ¡Es increíble! Está totalmente cambiado. ¿A qué se debe el disfraz?
-Es una larga historia, ¿cómo se encuentra usted?
-Creo que bien, aunque no me sentía así desde que mi mamá me pegó por robarle un helado a Laura.
-¿Laura? ¿Quién es Laura?
-Es una larga historia, ¿quiere escucharla?
-Soy todo oídos.

Y así fue como ingresé yo en esta historia, y así fue también como pasé toda una tarde acariciando a dos hombres maltrechos, en su físico y en su oratoria. ¡Nada tan aburrido como la historia de Laura y su helado!

No hay comentarios:

Publicar un comentario