jueves, 23 de septiembre de 2010

Capítulo 8

Atento lector, se habrá dado cuenta de que este relato policial es vibrante y está lleno de emociones (o al menos es la intención del novelista que sólo se esmera en reflejar la realidad). Como lector sabrá que en los primeros capítulos sería estúpido que el escritor revele la identidad de la persona que es buscada en toda la novela: se pierde intriga, suspenso. Mi amigo James es también un lector, como usted que está leyendo esta página en este preciso momento, ¡quieto!, no se mueva, lo pescamos in fraganti leyendo esta literatura barata de divertimento, ¿no le da vergüenza?
Decía que mi amigo James también lee policiales y sabe de sobra que la vida se parece a veces a una novela, y más si esta es de literatura barata, ¿me explico? Por ende, sabía que no podía dejar que Boretti, así porque sí, dijera la verdad, ya que ésta está reservada para unos pocos.
Filosofía, bien, eso me gusta. ¿La verdad para unos pocos? Yo no quiero estar con los elegidos, elijo desconocer y aprender; ignorar que la persona que amo en el fondo me envidia o que un amigo me traiciona en su espíritu. Como dice James en estos casos: "si tufa es la giunre, viva la firulenita", o sea: si tufa es la giunre, viva la firulenita que traducido quiere decir algo así: ¡bah!, en realidad nunca lo entendí.
¿En qué estaba? Ah, sí: James no podía dejar que Boretti arruinara su trabajo, su reputación, y una futura novela. Y viendo que ningún disparo se producía desde las sombras como suele suceder en estos casos en que alguien se dispone a revelar algo de suma importancia (bien de película), decidió realizarlo él personalmente. Balazo al corazón, y una tardanza de cinco minutos en limpiar y acomodar el cadáver en el panteón de la familia, en forma de sillón. "Pero Boretti pudo pronunciar sus últimas palabras", me explicó James en su extenso relato. No dudé un segundo que aquellas palabras eran "la revelación", la ruina de mi novela, el nombre del asesino. Pregunté con resquemor: "¿Qué te dijo?". James se acomodó en su asiento, se estiró, puso un dedo en su boca como saboreando una imagen antigua y querida, chupándola, mejor dicho, y en esa pose evocativa repitió las palabras del occiso con gran emoción: "tiene un escarbadientes en su boca". Boretti había muerto, es cierto, pero había dicho la verdad, esa que está reservada para unos pocos privilegiados, como mi amigo, único testigo del hecho.
James no se demoró más en aquella casa convertida en necrópolis. Se dirigió al kiosco ubicado enfrente de la oficina de Jorge Alderette: la investigación proseguía.

-Chicles, por favor.
-¿De qué gusto? –consultó el kiosquero.
-Mentol. ¿Le molesta si le hago una pregunta?
-¿Difícil?
-No.
-Bueno, déle nomás.
-¿Se enteró de lo que pasó en Lord?
-¡Claro, hombre! ¿Quién no se enteró? Casi todo el barrio conocía al señor Alderette.
-¿Usted lo conocía?
-Sí, solía comprarme pastillas de menta, como usted.
-No, como yo no. Yo le pedí mentol.
-Es lo mismo, hombre.
-No es lo mismo y no me discuta, el mentol es mil veces más rico que la menta.
-Está bien, no se enoje.
-¿Escuchó el tiro?
-¡Qué lo tiró! Pues claro que lo escuché, fue espeluznante.
-¿Observó la ventana del difunto?
-En seguida, de curioso que soy.
-¿Y? ¿Qué vio?
-Nada.
-¿Nada?
-Así es: nada.
-¿No vio escapar al señor Alderette con un paracaídas?
-No.
-¿Un zeppelín?
-No.
-¿Helicóptero?
-No.
-¿Ovni?
-No.
-¿Está seguro?
-Totalmente.
-Bueno, muchas gracias.

La teoría de James se había venido abajo. Primero había deducido que el D.G podría haber escapado hacia otra ventana, pero no había cornisa. Segundo: saltar a la calle desde el quinto piso, pero ni globos ni paracaídas, ni Jorge Alderette saliendo por la ventana. Tercero... No, aún no tenía tercero, ya eran muchas ideas para tan poco tiempo. Muchas ideas y muchas preguntas: ¿qué había pasado en esa oficina? ¿Por dónde escapó el asesino? ¿Era este un caso de otro mundo? James no pensó más y marchó a la casa de Eduardo Homps.

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